Cuento de Fútbol
La culona Nicoleli era un nueve increíble. Asombraba lo bien que cabeceaba con su baja estatura. Arrancaba la gambeta como el loco Houseman y cuando pisaba el área tenía los mismos movimientos que el Rifle Pandolfi, para completarla definía como el Beto Acosta. Esta bien que era mi primo y ustedes pueden pensar que exagero, porque un jugador con esas características debería haber llegado a ser profesional. Lo que pasa que era muy informal el petiso, le gustaba entrenar poco y cuando lo contrataban de Casilda, Chabás o Alcorta sufría un montón por viajar a practicar.
¿Cuanto podría a ver durado en primera si le tocaba jugar en San Lorenzo y tenía que viajar hasta Jujuy? Seguro que en la primer estación de servicio que paraban a mear se escondía en el baño y no volvía a subir.
En realidad no quiero hablarles de las virtudes de mi primo la culona, quiero contarles la que se mandó para volver a convertir en época de sequía goleadora.
Fue en el torneo del año dos mil, de la liga del Sur. Lo vinieron a buscar de Los Andes de Alcorta, en realidad lo pidió Pichino Salvatori que jugaba de nueve y siempre lo quiso tener de compañero. Cuando arrancó el Torneo eran temibles, ganaron seis partidos en fila.
En el arranque de la segunda rueda lo empecé a ver raro, mejor dicho inseguro. Esa sensación la trasladó a la cancha, estuvo ocho partidos sin convertir y no le encontrábamos explicación. Con mi vieja resolvimos llevarlo de Don Rúben Giménez, el que curaba maleficios, culebrilla, picaduras y que se yo cuantas cosas más. Mi vieja como buena hermana, convenció a mi tía al instante.
Llegamos a la casa que quedaba bien al fondo de la ciudad, tuvimos que esperar el turno correspondiente, mientras esperábamos la culona me comentó: “ese que salió del consultorio es Montelpari, el arquero de Bombal, anda de mala racha también”.
Ingresó mi primo solo, mi tía y yo nos quedamos esperando hasta que a los quince minutos Don Giménez nos pegó el gritó: “a ver... que pasen los familiares”.
Nos ubicamos en dos sillones rojos, mientras mi primo terminaba de hacer lo suyo en el baño. Don Giménez se despachó con culpa:
“Miren esto a mí me supera, nunca vi una cosa igual, yo les recomendaría que vayan a ver al jefe”, nos dijo el curandero. Nos miramos los tres y le preguntamos de quien se trataba. Giménez bajando la cabeza murmuró: “Al jefe, al que tiene mas poderes que yo. Acá está la dirección vive en Villa Constitución, diganlé que los mandé yo”.
Al otro día partimos a Villa, preguntando encontramos la casa y nos mandamos. No se porque carajo los curanderos viven en los fondos de los pueblos, será porque en el centro hay energía negativa.
Nuevamente ingresó mi primo solo, esta vez estuvo cuarenta y cinco minutos adentro, cuando salió le brillaban las piernas – me di cuenta porque fue en pantalones cortos-, salió riéndose y en la mano llevaba una botellita con un líquido. Nos subimos al auto y nos volvimos.
Durante el trayecto nos contó todo lo que le había hecho “el jefe” en las piernas y en la cabeza. Le pregunté para que era la botellita y me dijo que se la tenía que poner antes de los partidos en las dos patas.
El domingo ya cortó la sequía, le metió uno a Independiente de Bigand. Fue feísimo el gol, hubo como treinta y dos rebotes en el área, el último le pegó a él en la nuca y entró. Lo festejó como si hubiera sido de chilena. Es verdad que necesitaba el gol, pero les soy sincero, yo me di cuenta que su calidad no era la misma, no gambeteó nunca, cuando pisaba la zona de fuego se la sacaban como nada, realmente pensé que eran los nervios.
Al otro domingo convirtió de visitante, esta vez con lo hizo con la rodilla. Lo feo que jugó, lo único que hizo fue el gol, ni por asomo mostró su calidad. El gol de mucho no le sirvió porque les empataron sobre la hora.
Al tercer partido consecutivo no tuve mas dudas que algo le pasaba, estaba totalmente rústico sin el vuelo técnico que le conocíamos, ya no tocaba de primera, estaba mas preocupado por tirarse a los pies de los otros que por tenerla, no era el mismo. Ya no bajaba hasta la mitad de cancha para armar juego, todo lo contrario, se quedaba allá adelante esperando el cabezazo como si fuera el nueve de Noruega. Pensar que los de la radio le decían el Aimar del sur de Santa Fe.
Me preocupé porque el equipo jugaba cada vez peor y esta baja en el rendimiento estaba ligada a su perdida de juego. ¡Cómo no me iba a preocupar también, si se venían los cuartos de final con Acebal!
Entré a sospechar del líquido de “el jefe” porque, embocar lo que se dice embocar, la embocaba, pero jugaba cada vez peor. Antes del partido le pregunté si se iba a poner ese famoso linimento y me dijo: “¿Y por qué no? Si la estoy metiendo”. Hice silencio y me fui a sentar debajo de la planta en la que transmitían los de la Monumental.
Fue otro partido para el olvido, perdimos de local dos a uno con un gol de él. Es como si lo viera, lo hizo con la mano cayéndose y como el arbitro no lo vio se lo dieron igual.
Cuando nos íbamos de la cancha escuché a José que le comentaba al Pepi: “como jugó el nueve de Acebal, ese... Fernández. Me dijeron que es de Villa Constitución y es sobrino del jefe, el curandero que hay allá”.
Ahí se me simplificó todo, era demasiada coincidencia que “la culona” jugará tan mal y el nueve de Acebal, justamente el sobrino del curandero que fuimos a ver, hiciera todo lo mismo que mi primo en sus mejores tiempos.
Averigüé en la semana que entre los curanderos o sanadores, a ese gualicho se lo conoce como el “golpe al nueve”. Me contaron también que a Sandro Guzmán el que atajó en Velez y Boca, le hicieron uno parecido y por eso terminó siendo músico.
El domingo le cambié el líquido del linimento por aceite para bebes, le brillaban las patas a la culona. Ni cuenta se dio que era otra cosa, se la frotó y salió a la cancha.
Ganamos tres a cero, él no hizo ningún gol pero le hizo hacer los tres a Pichino. Y pensar que si no fuera por la conversación de José y el Pepi nos quedábamos afuera.
La culona Nicoleli era un nueve increíble. Asombraba lo bien que cabeceaba con su baja estatura. Arrancaba la gambeta como el loco Houseman y cuando pisaba el área tenía los mismos movimientos que el Rifle Pandolfi, para completarla definía como el Beto Acosta. Esta bien que era mi primo y ustedes pueden pensar que exagero, porque un jugador con esas características debería haber llegado a ser profesional. Lo que pasa que era muy informal el petiso, le gustaba entrenar poco y cuando lo contrataban de Casilda, Chabás o Alcorta sufría un montón por viajar a practicar.
¿Cuanto podría a ver durado en primera si le tocaba jugar en San Lorenzo y tenía que viajar hasta Jujuy? Seguro que en la primer estación de servicio que paraban a mear se escondía en el baño y no volvía a subir.
En realidad no quiero hablarles de las virtudes de mi primo la culona, quiero contarles la que se mandó para volver a convertir en época de sequía goleadora.
Fue en el torneo del año dos mil, de la liga del Sur. Lo vinieron a buscar de Los Andes de Alcorta, en realidad lo pidió Pichino Salvatori que jugaba de nueve y siempre lo quiso tener de compañero. Cuando arrancó el Torneo eran temibles, ganaron seis partidos en fila.
En el arranque de la segunda rueda lo empecé a ver raro, mejor dicho inseguro. Esa sensación la trasladó a la cancha, estuvo ocho partidos sin convertir y no le encontrábamos explicación. Con mi vieja resolvimos llevarlo de Don Rúben Giménez, el que curaba maleficios, culebrilla, picaduras y que se yo cuantas cosas más. Mi vieja como buena hermana, convenció a mi tía al instante.
Llegamos a la casa que quedaba bien al fondo de la ciudad, tuvimos que esperar el turno correspondiente, mientras esperábamos la culona me comentó: “ese que salió del consultorio es Montelpari, el arquero de Bombal, anda de mala racha también”.
Ingresó mi primo solo, mi tía y yo nos quedamos esperando hasta que a los quince minutos Don Giménez nos pegó el gritó: “a ver... que pasen los familiares”.
Nos ubicamos en dos sillones rojos, mientras mi primo terminaba de hacer lo suyo en el baño. Don Giménez se despachó con culpa:
“Miren esto a mí me supera, nunca vi una cosa igual, yo les recomendaría que vayan a ver al jefe”, nos dijo el curandero. Nos miramos los tres y le preguntamos de quien se trataba. Giménez bajando la cabeza murmuró: “Al jefe, al que tiene mas poderes que yo. Acá está la dirección vive en Villa Constitución, diganlé que los mandé yo”.
Al otro día partimos a Villa, preguntando encontramos la casa y nos mandamos. No se porque carajo los curanderos viven en los fondos de los pueblos, será porque en el centro hay energía negativa.
Nuevamente ingresó mi primo solo, esta vez estuvo cuarenta y cinco minutos adentro, cuando salió le brillaban las piernas – me di cuenta porque fue en pantalones cortos-, salió riéndose y en la mano llevaba una botellita con un líquido. Nos subimos al auto y nos volvimos.
Durante el trayecto nos contó todo lo que le había hecho “el jefe” en las piernas y en la cabeza. Le pregunté para que era la botellita y me dijo que se la tenía que poner antes de los partidos en las dos patas.
El domingo ya cortó la sequía, le metió uno a Independiente de Bigand. Fue feísimo el gol, hubo como treinta y dos rebotes en el área, el último le pegó a él en la nuca y entró. Lo festejó como si hubiera sido de chilena. Es verdad que necesitaba el gol, pero les soy sincero, yo me di cuenta que su calidad no era la misma, no gambeteó nunca, cuando pisaba la zona de fuego se la sacaban como nada, realmente pensé que eran los nervios.
Al otro domingo convirtió de visitante, esta vez con lo hizo con la rodilla. Lo feo que jugó, lo único que hizo fue el gol, ni por asomo mostró su calidad. El gol de mucho no le sirvió porque les empataron sobre la hora.
Al tercer partido consecutivo no tuve mas dudas que algo le pasaba, estaba totalmente rústico sin el vuelo técnico que le conocíamos, ya no tocaba de primera, estaba mas preocupado por tirarse a los pies de los otros que por tenerla, no era el mismo. Ya no bajaba hasta la mitad de cancha para armar juego, todo lo contrario, se quedaba allá adelante esperando el cabezazo como si fuera el nueve de Noruega. Pensar que los de la radio le decían el Aimar del sur de Santa Fe.
Me preocupé porque el equipo jugaba cada vez peor y esta baja en el rendimiento estaba ligada a su perdida de juego. ¡Cómo no me iba a preocupar también, si se venían los cuartos de final con Acebal!
Entré a sospechar del líquido de “el jefe” porque, embocar lo que se dice embocar, la embocaba, pero jugaba cada vez peor. Antes del partido le pregunté si se iba a poner ese famoso linimento y me dijo: “¿Y por qué no? Si la estoy metiendo”. Hice silencio y me fui a sentar debajo de la planta en la que transmitían los de la Monumental.
Fue otro partido para el olvido, perdimos de local dos a uno con un gol de él. Es como si lo viera, lo hizo con la mano cayéndose y como el arbitro no lo vio se lo dieron igual.
Cuando nos íbamos de la cancha escuché a José que le comentaba al Pepi: “como jugó el nueve de Acebal, ese... Fernández. Me dijeron que es de Villa Constitución y es sobrino del jefe, el curandero que hay allá”.
Ahí se me simplificó todo, era demasiada coincidencia que “la culona” jugará tan mal y el nueve de Acebal, justamente el sobrino del curandero que fuimos a ver, hiciera todo lo mismo que mi primo en sus mejores tiempos.
Averigüé en la semana que entre los curanderos o sanadores, a ese gualicho se lo conoce como el “golpe al nueve”. Me contaron también que a Sandro Guzmán el que atajó en Velez y Boca, le hicieron uno parecido y por eso terminó siendo músico.
El domingo le cambié el líquido del linimento por aceite para bebes, le brillaban las patas a la culona. Ni cuenta se dio que era otra cosa, se la frotó y salió a la cancha.
Ganamos tres a cero, él no hizo ningún gol pero le hizo hacer los tres a Pichino. Y pensar que si no fuera por la conversación de José y el Pepi nos quedábamos afuera.
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